HOSPITAL DE NUESTRA SEÑORA DE GRACIA

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— Me ha dicho el médico que tengo que ir al hospital. Tengo treinta de tensión.
— ¿Treinta de tensión? —oí a mi madre que le preguntaba, incrédula.
— Sí, hija mía. Treinta.
— Pero eso es una barbaridad. La gente se muere con esa tensión.
— Por eso me han mandado al hospital, para que no me muera.
— ¿Y cómo es que has venido aquí en vez de ir directamente? — le preguntó mi abuela.
— Porque quería veros antes a todos, por si acaso me muero allí.

La tía se bebió un vaso de agua, nos dio un beso a todos y bajó otra vez las escaleras con su marido y con mi padre, que los acompañó. Mi tía no se murió entonces, pero estuvo ingresada en el hospital provincial varios días. A mí me llevaron una vez a verla. Me quedé muy impresionada cuando entré, ya que nunca había estado en un hospital. El provincial tenía dos salas enormes, una para hombres y otra para mujeres. No recuerdo cómo olía, pero el color que me viene a la memoria es el marrón. «Todo era marrón: las paredes. las camas, los biombos, el suelo. Hasta las enfermeras y los médicos los recuerdo marrones. No recuerdo que hubiera ninguna ventana, ni ningún lucernario, ni ninguna triste bombilla. No hay luz, ni color ni contrastes en las imágenes de aquella visita que quedaron grabadas en mi memoria. En mi recuerdo, todo es del color del vómito, del de los excrementos. A lo largo de las paredes había decenas de camas, algunas separadas de las otras con biombos. En una de las camas estaba mi tía, sentada y pasando las páginas de un libro.